El escritor Francisco Ayala
Si toda la obra del escritor Francisco Ayala (1906-2009) refleja su profunda preocupación por el ser íntimo del hombre y la relación que éste mantiene con el mundo, esta característica se hace más patente en los relatos de Los Usurpadores. Antes de empezar tenemos que tener en cuenta las especiales circunstancias históricas en las que fueron concebidos los distintos capítulos. El artista recoge en cada uno de estos cuentos la profunda huella de dolor que invade el sentir de Occidente tras las contiendas bélicas mundiales y el fratricidio de la Guerra Civil Española.
Los Usurpadores de Francisco Ayala
Aún así, y tal como se desprende de las posteriores reflexiones escritas sobre el propio hecho literario, Ayala no puede concebir el quehacer poético desligado de un profundo sentido filosófico. Por tanto, de las preguntas que sucesivamente ha ido formulándose el hombre:
“La poesía nos hace vislumbrar aquello que quizá no pueda explicarse. El toque del arte está en hacer de algún modo transmisible el momento de la intuición, una hazaña de veras prodigiosa”
Francisco Ayala: Reflexiones sobre la teoría literaria (páginas 52-53).
Y un poco más adelante no duda en suscribir la concepción propia del Romanticismo literario acerca de la labor del poeta como voz de la tribu, como mediador entre el mundo visible e invisible:
“El poeta, (...) hablando por sí, incita a los demás a recogerse en el fondo del ser y escrutar el mundo suyo y nuevo. Lo que el poema hace es incitar hacia la experiencia de lo auténtico.” (página 56).
Los Usurpadores inaugura, según la crítica, una nueva etapa en la escritura de Ayala, caracterizada por un progresivo abandono de los flirteos gratuitos con la vanguardia para decantarse por un estilo más próximo al realismo literario.
Estamos ante unos muertos que hablan de su propia muerte, de su propia esencia de muertos; pero estos muertos no son unos muertos cualesquiera, son las víctimas, la sangre derramada, de la guerra.
Si, tal como se reconoce en el prólogo del libro Los Usurpadores de Francisco Ayala, el poder ejercido por el hombre sobre otro hombre siempre es una usurpación, entonces, ¿qué son las guerras sino meras usurpaciones? ¿Qué son todas las guerras sino el intento de imponer de forma violenta una manera de ver el mundo? Ahora bien, si las distintas voces exponen su particular visión del conflicto, nos resulta extremadamente difícil, extraer una, de entre todas ellas, que justifique la voz del narrador.
"Diálogo de los muertos" de Francisco Ayala
Francisco Ayala nos deja solos, describe, habla y nos planta ante la terrible problemática de la guerra. Todas esas voces son igualmente válidas o justificables: desde la muerte inútil e infame hasta la muerte salvadora o redentora, esa muerte del soldado para quien “Es preciso matar para seguir viviendo”, siguiendo los poemas de Miguel Hernández.
Bajo la tierra sólo había muertos. Pero no muertos de muerte natural, de vejez, de enfermedad, de un accidente... Los que yacen, en el relato, bajo tierra son los muertos de la guerra, muertos que quieren conjurar su soledad, sus equivocaciones, sus errores o sus dudas; muertos que quieren comprender y por eso inician el diálogo.
Dialogan porque el mundo se ha quedado mudo. Pero más bien monologan, hablan sin esperar respuestas. Desde este punto de vista, el relato puede entenderse desde un plano más cercano a la poesía que a la narración en sí. En este sentido hay que tener en cuenta, en primer lugar, que no hay acción, que no suceden avatares o peripecias; es la congelación del tiempo. Nos encontramos ante un diálogo que no es tal diálogo, solo una superposición de monólogos. En segundo lugar, no solo no hay acción, sino que tampoco, hay personajes. Es, simplemente, un canto, una elegía, tal como se señala en el propio sub-título; en definitiva, un poema -planteado desde un punto de vista tremendamente lírico, rozando, incluso, el patetismo- en el que se ahonda en el lado más cruel del hombre.
Un comentario de “Diálogo de los muertos” en Los Usurpadores de Francisco Ayala
Esa red de monólogos que se entrelazan entre sí en el relato deja vislumbrar la profunda soledad e incomprensión del ser humano contemporáneo. En el fondo, lo que se transparenta es la casi imposibilidad de comunicación, una imposibilidad de diálogo que, en su forma más extrema, conduce al conflicto bélico.
En palabras de Octavio Paz:
“La contradicción del diálogo consiste en que cada uno habla consigo mismo al hablar con los otros; la del monólogo en que nunca soy yo, sino otro, el que escucha lo que me digo a mí mismo. La poesía ha sido siempre una tentativa por resolver esta discordia por medio de una conversación de los términos: el yo del diálogo en el tú del monólogo. La poesía nos dice: yo soy tú; dice: mi yo eres tú. La imagen poética es la otredad. El fenómeno moderno de la incomunicación no depende tanto de la pluralidad de sujetos cuanto de la desaparición del tú como elemento constitutivo de cada conciencia. No hablamos con los otros porque no podemos hablar con nosotros mismos” (1996: 261).
O lo que Francisco Ayala describe como
“Y los muertos, bajo la mudez angustiosa y como definitiva del mundo, entablaron un diálogo soterrado, sin comienzo ni final, ni acentos ni pausas: o quizás, mejor tejieron una red de monólogos dichos en voz apagada y blanda como ruido de pasos sobre las hojas caídas en un sendero sucias de barro e invierno” (1949:226).
Es un diálogo pero no sabemos cuántas voces hay; cuántos son los que lloran, los que se quejan o suplican; no conocemos el número de los que hablan de su yo sin tener en cuenta el tú, los que intentan comunicarse sin saber quienes son, sin saber, siquiera, donde terminan su propio yo para empezar el tú:
“Esta mano (...) ¿perteneció a un amigo o a un enemigo?” (1949:226).
Si ese yo no está bien delimitado, definido en sus fronteras, difícilmente podrá relacionarse con el otro, difícilmente podrá salir de sí para entender al otro.
Esta incomunicación del mundo de los muertos podría trasladarse, en parte, al mundo de los vivos. Sería el espejo, la representación bajo la tierra, de aquello que sucede sobre la tierra. Dos niveles que no son tan distintos entre sí.
En esa forma poética que el escritor ha adoptado percibimos ecos de la tragedia procedente de la literatura griega en la que las frases o las estrofas sucesivas del coro nos hacen entrar en el ritmo primigenio; el ritmo que puede llevar al éxtasis y, a través de él, al conocimiento de lo desconocido.
En “Diálogo de los muertos” el ritmo no se marca con un estribillo sino que se señala con sucesivas enumeraciones de elementos:
“...cementerio las marismas, los valles, las llanuras, las montañas violentas y las dulces rías, los huertos y los jardines; cementerio las lagunas y pantanos: cementerio los suburbios de las ciudades, el borde de las carreteras, las playas, el lecho de los ríos. Y los hombres mismos son cementerio de sus muertos...” (1949:234)
y más adelante, la prosa se convierte casi en una enumeración armónica y rítmica de elementos abstractos:
“-Queda el inocente valor de los soldados/ -El odio conmovedor de los niños/ -El dolor orgulloso de las mujeres / -La callada paciencia de los viejos/ -La fe sin esperanza / -La obstinación sin salida/ -La virtud sin loa – El deber sin reconocimiento y el sacrificio sin premio.” (1949: 237).
Y al poco de comenzar la narración Francisco Ayala nos enumera el tipo de muertos que nos vamos a encontrar en el texto, consiguiendo ese ritmo trascendente de la poesía que busca la unión con el ser. Son, en definitiva, los
“muertos preñados con el plomo de su muerte; muertos retorcidos en el horror de su martirio; muertos consumidos en la perfección absoluta de su hambre; muertos.” (1949:226)
Estamos ante la muerte matérica, no ante la muerte espiritual; los muertos de Ayala están fundidos con la tierra, con la nada y el silencio de la tierra, no están en otro mundo –más etéreo, espiritual, quizás-; siguen estando aquí en el mundo de los vivos, con el mismo dolor de los vivos.
Los vivos son sombras de los muertos:
“Pues parecen seres vivientes, y quizás creen serlo; pero no son sino nuestras sombras, dobladas de dolor, silenciosas, errabundas, vacías aterrorizadas” (1949:229). Si no hay otro lado, otro mundo, lo único que tenemos es el fragmento, no es posible la unidad, la propia unidad con el mundo, o esa unidad, si es posible, sólo puede hacerse en la muerte. “Así es, sin embargo; todos iguales. Y todos igual a la nada. Es la grande y redonda verdad, a la que se llega por todos los caminos del mundo”. (1949: 227).
Desde el inicio del relato, Ayala nos introduce de lleno en ese otro mundo que está bajo la tierra: es el mundo de los muertos; los que están abajo, en contraposición a los que están sobre, los que están arriba, los que están vivos. “Sin descanso, hora tras hora durante muchos días, había estado lloviendo sobre la tierra” (1949:225). No llueve sobre las cosas, no llueve sobre la naturaleza, sobre las obras del hombre o sobre el hombre mismo, sino que nada más llueve sobre la tierra, como si fuera la tierra lo único que existiera, como si fuera esa tierra habitada por los muertos de la guerra lo único verdadero, como si fuera sólo ese dolor lo único que ha quedado en el mundo. Y más adelante se abunda en la imagen de acabamiento: en la nada, en la oscuridad, en el silencio:
“No había nada por ninguna parte. Nada, sino silencio”. Esta nada, este silencio es el vacío primigenio, engendrado por el caos que, según las diversas concepciones religiosas, es el germen del mundo, de la vida, de las palabras que, a su vez, conciben el universo.
El texto es la manifestación de la nada, del vacío, del silencio, es la inminencia del poema en el que se contiene todo el universo. Y es inminencia del poema, es decir, el universo entero porque es nada, vacío y silencio. Es poema porque en el interior habita el ser que es, en definitiva, todo lo posible. El hombre, en “Diálogo de los muertos” (perteneciente a la obra Los Usurpadores de Francisco Ayala), al destruir el mundo que habita, destruye también el sentido de su vivir, su propio tiempo; no sólo el tiempo presente sino también el pasado y el futuro. Pero esa misma destrucción, ese vacío que queda tras la hecatombe, puede ser el germen para un mundo nuevo, para nuevas palabras que nazcan de las cenizas del mundo antiguo; un nuevo susurro vislumbrado justo al final del texto: “En la oscurecida tierra sólo se oía un rumor de oculta acequia” (1949:238)
Bibliografía:
ANTOLÍN, E: Ayala sin olvidos. Madrid. Espasa-Calpe. 1993
AYALA, F: Los Usurpadores. Buenos Aires. Editorial Sudamerica. 1949
AYALA, F: Reflexiones sobre la estructura narrativa. Madrid. Taurus. 1970
IRIZARRY, E: Teoría y creación literaria en Francisco Ayala. Madrid. Gredos. 1971
PAZ, O: El arco y la lira. México. FCE. 1996
VÁZQUED MEDEL, M.A. (ed): El universo plural de Francisco Ayala. Sevilla. Alfar. 1995
VÁZQUED MEDEL, M.A. (ed): Francisco Ayala: el escritor en su siglo. Sevilla. Alfar. 1998
Por Candela Vizcaíno | Doctora en Comunicación por la Universidad de Sevilla