Se conoce como arte teotihuacano el emplazado en Teotihuacán, ciudad santa situada actualmente a unos 45 km de México D.F. Compuesta por varios estratos históricos, según los últimos estudios, estuvo en funcionamiento desde el siglo I a.C. hasta el siglo VII d.C. Cuando llegaron los mexicas ya estaba en ruinas y así continuó, por supuesto, con la conquista española. Aún así, quedaban sus restos y el sentido simbólico de una ciudad sagrada para los pueblos de este lugar de México.
Allí también se enterraban a los principales señores, sobre cuyas sepulturas se mandaban hacer túmulos de tierra, que hoy se ven todavía y parecen como montecillos hechos a mano. Los señores que allí se enterraban los canonizaban por dioses y decían que no se morían, sino que despertaban de un sueño que habían vivido.
Fray Bernadino de Sahagún: Relación de las cosas de Nueva España
Breve introducción a la cultura de Teotihuacán
Teotihuacán significa literalmente “lugar de los dioses”. Aquí se sitúa la acción de la Leyenda del Sol y la Luna, el mito primigenio que explica los orígenes básicos del funcionamiento de la naturaleza. Fue, por tanto, lugar santo, emplazamiento de unión entre lo sagrado y lo profano y, además, espacio de enterramiento para los notables de esta civilización, tal como apunta el padre Sahagún en su relato. El arte teotihuacano, por tanto, tiene que entenderse en este sentido: como el más alto símbolo de una civilización que se abría al misterio de “lo otro”, a lo incognoscible del más allá, al conocimiento de una tierra donde habitan los dioses inmortales.
La vía de entrada a la explanada de los templos y pirámides se denomina Vía de los Muertos. Y, aunque este espacio abierto, según las últimas investigaciones, tuvo usos múltiples e, incluso, profanos, ya nos dice de esa afán de comunión del pueblo teotihuacano. Poco se sabe de sus habitantes, de su procedencia y de su cosmovisión más allá de los restos (que no es poco) que nos han llegado. Parece que Teotihuacán era una tierra pacífica dedicada a la agricultura y regida por una casta sacerdotal de procedencia noble encargada de la comunicación con los dioses. Aunque, incluso con la tecnología contemporánea, los restos arrojan información contradictoria, su fundación debe ser anterior a la cultura maya. Más bien este último pueblo se superpuso a Teotihuacán consiguiendo que los residentes adoptaran el culto al dios Tlaloc, el que dominaba la lluvia y el imprescindible recurso del agua para la agricultura y la alimentación. En este sentido, las últimas investigaciones apuntan a que el colapso de Teotihuacán se debió a una catastrófica combinación de malas cosechas y pésima administración.
La arquitectura teotihuacana
Con estos datos, los investigadores entienden que las construcciones teotihuacanas actúan como un auténtico arquetipo primigenio, ya que en ellas se rendía culto a deidades básicas de la naturaleza. Aún así, como la arquitectura egipcia, son la obra de una civilización muy avanzada que dominaba la agricultura y que había abandonado la vida nómada.
Las construcciones principales del arte teotihuacano son las pirámides truncadas del Sol y la Luna. Son dos colosos levantados utilizando adobe y argamasa con una altura de 64 m, en el caso de la del Sol, y 42 m, en el caso de la luna. Están revestidas de piedras tallada y profusamente ornamentadas con una decoración geométrica. También se han encontrado restos de frescos de carácter simbólico donde predomina el color rojo. Además, en el interior de las pirámides se han localizado figuras antropomorfas estilizadas. Aunque la función exacta de estas construcciones aún no está clara, no es aventurado afirmar que responden al arquetipo universal de este tipo de obras. Funcionarían como lugar de encuentro con la divinidad, emplazamiento de los ritos propiciatorios de abundancia y prosperidad y tránsito hacia el más allá donde habitan los inmortales. Como camino hacia el otro lado, se situaron las tumbas de los notables locales en un intento por facilitar la transformación hacia la vida celestial.
Convergencia ascensional, conciencia de síntesis, la pirámide es también lugar de encuentro entre dos mundos: un mundo mágico ligado a los ritos funerarios de retención indefinida de la vida o de paso a una vida supratemporal; un mundo racional, que evoca la geometría y los modos de construcción.
Jean Chevalier: Diccionario de símbolos
Junto a las pirámides del Sol y la Luna, destaca el templo de Quetzalcoatl, la serpiente emplumada y dios del aire que, según la leyenda, logra poner en movimiento a las deidades principales. Este espacio comparte advocación con Tlaloc, el regente del agua. Y, para complicar aún más los estratos históricos y simbólicos del arte teotihuacano, este templo estuvo también dedicado a venerar una rana cuya imagen estaba tallada en un único trozo de esmeralda. Esa figura ya estaba perdida antes de que llegaran los castellanos a Teotihuacán.
Los frescos de Teotihuacán
El más importante y mejor conservado se encontró a finales del siglo XIX en uno de los muros de lo que hoy se denomina Templo de la Agricultura, por estar bajo la protección de la diosa que rige las cosechas. En estas pinturas se reflejan tanto el culto como las ofrendas a los dioses locales. Las formas y las líneas son geométricas, estilizadas y minimalistas. El relato de estos frescos no muestra ni caos ni violencia ni desorden. Más bien nos encontramos ante la representación de un pueblo agrícola que pide a sus dioses, asistido por sacerdotes de ambos sexos, protección, benevolencia y buenas cosechas.
Otra pintura del arte teotihuacano que destaca por su particular belleza es el llamado Fresco del Paraíso, descubierto en 1942. Con un fondo rojo, narra el viaje de los bienaventurados al otro mundo utilizando los recursos del agua que les ofrece el dios Tlaloc. La escena de la obra está rodeada por mariposas, el animal símbolo de transformación.
Las máscaras de Teotihuacán
No es de extrañar que se hayan encontrado un número considerable de máscaras que se antojan de tipo funerario, ya que estamos en un lugar de enterramiento y morada de los dioses. Los investigadores parecen estar de acuerdo en su función, ya que, al parecer, con ellas eran enterradas los grandes señores o personajes. Se han llegado a este consenso por la forma de estos objetos que tienen un hueco para el rostro y son tan pesadas que se descarta un uso ritual. Las máscaras teotihuacanas están realizadas a tamaño natural y la gran mayoría están realizadas en piedra. Las hay de diorita, mármol o jade. Algunas de ellas muestran restos de turquesas y corales. Y otras llevan anexionadas joyas como pendientes o collares. También se han encontrado máscaras de madera pintada.
Las máscaras de Teotihuacán inciden en ese sentido de locus sagrado, de lugar de transformación (y la muerte lo es) y, por tanto, de espacio alejado de lo profano. Descartado el uso ritual, al colocarlas sobre el difunto, se pretendía facilitar ese tránsito hacia el otro estado.
Todas las transformaciones tienen algo de profundamente misterioso y de vergonzoso a la vez, puesto que lo equívoco y ambiguo se produce en el momento en el que algo se modifica lo bastante para ser “otra cosa”, pero aún sigue siendo lo que era. Por ello, las metamorfosis tienen que ocultarse; de ahí la máscara. La ocultación tiende a la transfiguración, a facilitar el traspaso de lo que se es a lo que se quiere ser; éste es su carácter mágico […] La máscara equivale a la crisálida.
Juan Eduardo Cirlot: Diccionario de símbolos
Y, por último, otra representación del arte teotihuacano son las pequeñas figurillas que eran utilizadas, con toda seguridad, como exvotos, como regalos a los templos en petición o agradecimiento de una dádiva. Estas peculiares esculturas llevan un aparatoso tocado escalonado. No es aventurado apuntar que estos sombreros son una estilizada representación de la montaña, cuyo trasunto en la civilización humana es la pirámide. La montaña, según los símbolos universales, es el emplazamiento de la elevación, morada de los dioses y lugar de trascendencia para los mortales. Y en este sentido debemos entender la perdida civilización que habitó Teotihuacán.
Por Candela Vizcaíno | Doctora en Comunicación por la Universidad de Sevilla